jueves, 3 de febrero de 2011

Intervención social, sin vergüenza.

En cierta ocasión, que no vale la pena mencionar, asistí a la exposición de una joven mujer que, al ser consultada acerca de los resultados esperados y los indicadores respecto a la intervención social que llevaba adelante la organización que ella representaba me dijo, sin vergüenza: “nuestro resultado es que los niños salgan parados en dos patas y que no salgan cojeando”. Si después de estas palabras quedaban dudas, ella las dispersó al concluir adustamente: “queremos que tengan una conciencia distinta cuando salgan del programa”.

Al principio no dejó de provocarme risa el desparpajo de la circunstante, al cabo de un rato y cuando era evidente su seriedad, el silencio y el apoyo moral tácito que ciertos oyentes parecían darle, me llevaron a detenerme e intentar pensar acerca de qué circunstancia era capaz de provocar una respuesta (o exabrupto, como quieran) como aquella.

Podría recurrir fácilmente a tópicos del tipo: 1) crecimiento desmedido de los programas sociales ejecutados por ONGs durante la segunda mitad de los años noventa, 2) indeterminación de las funciones y objetivos de estas organizaciones, 3) falta de fiscalización seria respecto a estos programas por parte de los organismos competentes, etc.etc. No lo haré porque ya los he tratado en otras columnas y porque me parece haber encontrado una perspectiva mucho más interesante.

Habitualmente las intervenciones que se llevan adelante al amparo del Estado cuentan con metas e indicadores que señalan que los directivos de las ONGs utilizan los recursos en forma óptima (es decir, de la forma en que se ha dispuesto en las bases de licitación). Lamentablemente en la mayoría de los casos estas metas se expresan en indicadores de cobertura, es decir, el proyecto X cumplió con tratar a 50 jóvenes durante el tiempo estimado y en tales circunstancias. Rara vez, sin embargo, la supervisión se orienta a fiscalizar los impactos de las intervenciones en los sujetos, sus familias y sus entornos. Sin esto, la intervención cae en una especie de indeterminación que no hace sino dejar en la opacidad lo mejor (y lo peor) de las intervenciones sociales.

El momento crítico, es decir aquel en el que se expresan y grafican, las circunstancias pobres en que se despliegan las pobres intervenciones para gente pobre, llega cuando los operadores, se ven en la circunstancia de responder al egreso del sujeto del programa. Preguntas como ¿Cuándo egresan las personas del programa?, ¿Cuáles son las condiciones que deben cumplir para que se produzca el egreso? o ¿cómo llevan a una persona de A a B?, pueden ayudar a que los operadores expliciten, a través de una especie de acto mayéutico, sus quehaceres.

Ahora que lo pienso mejor, cada uno de nosotros podría eventualmente contribuir a esta especie de accountability silvestre que, a fin de cuentas, no hace sino dejar en evidencia una cierta psicodelia macabra que permanece oculta en algunas intervenciones sociales puesto que cuando los indicadores de la intervención no resultan claros, los operadores requieren a justificaciones “testimoniales” como la que mi interlocutora circunstancial proponía. Esta circunstancia podría transformarse a su vez en un indicador de ausencia de indicadores que es preciso fiscalizar.


Ángel Marroquín Pinto
Magíster en Trabajo Social
Pontificia Universidad Católica de Chile

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